jueves, 28 de febrero de 2008

Hombre del campo


Hombre del campo:
No vayas a enseñar este libro al cura de tu pueblo: porque a él le interesa mantenerte en la oscuridad; para que todo tengas que ir a preguntárselo a él.
Y como él te cobra por por echar agua en la cabeza de tu hijo, por decir que eres el marido de tu mujer, cosa que ya tú sabes desde que la quieres y te quiere ella; como él te cobra por nacer, por darte la unción, por casarte, por rogar por tu alma, por morir; como te niega hasta el derecho de la sepultura si no le das dinero por él, él no querrá nunca que tu sepas que todo eso que has hecho hasta aquí es innecesario, porque ese día dejará él de cobrar dinero por todo eso.
Y como es una injusticia que se explote así tu ignorancia, yo, que no te cobro nada por mi libro, quiero, hombre del campo, hablar contigo para decirte la verdad.

No te exijo que creas como yo creo. Lee lo que digo, y créelo si te parece justo. El primer deber de un hombre es pensar por sí mismo. Por eso no quiero que quieras al cura; porque el no te deja pensar.

Vamos, pues, buen campesino: reúne a tu mujer y a tus hijos, y leéles despacio y claro, y muchas veces, lo que aquí digo de buena voluntad.
¿ Para qué llevas a bautizar a tu hijo ?

Tú me respondes: "Para que sea cristiano." Cristiano quiere decir semejante a Cristo. Yo te voy a decir quién fue Cristo.

Fue un hombre sumamente pobre, que quería que los hombres se quisiesen entre sí, que el que tuviera ayudara al que no tuviera, que los hijos respetasen a los padres, siempre que los hijos cuidasen a los hijos; que cada uno trabajase, porque nadie tiene derecho a lo que no trabaja; que se hiciese bien a todo el mundo y que no se quisiera mal a nadie.

Cristo estaba lleno de amor para los hombres. Y como él venía a decir a los esclavos que no debían ser más que esclavos de Dios, y como los pueblos le tomaron un gran cariño, y por donde iba diciendo estas cosas, se iban tras él, los déspotas que gobernaban entonces le tuvieron miedo y lo hicieron morir en una cruz.

De manera, buen campesino, que el acto de bautizar a tu hijo quiere decir tu voluntad de hacerlo semejante a aquel gran hombre.

Es claro que tú has de querer que él lo sea, porque Cristo fue un hombre admirable. Pero dime, amigo, ¿se consigue todo eso con que echen agua en la cabeza de tu hijo ? Si se consiguiera todo eso con ese poco de agua, todos los que se han bautizado serían buenos. Tú ves que no lo son.

Además de esto, aunque esa virtud del agua fuese verdad ¿ por qué confías a manos extrañas la cabeza de tu hijo ? ¿ Por qué no le echas el agua tu mismo ? ¿ El agua que eche en la cabeza de su hijo un hombre honrado, será peor que la que eche un casi siempre vicioso, que te obliga a tener mujer teniendo él querida, que quiere que tus hijos sean legítimos teniéndolos él naturales, que te dice que debes dar tu nombre a tus hijos y no da él su nombre a los suyos ?

No haces bien si crees que un hombre semejante es superior a ti. El hombre que vale más no es el que sabe más latín, ni el que tiene una coronilla en la cabeza. Porque si un ladrón se hace coronilla, vale siempre menos que un hombre honrado que no se la haga. El que vale más es el más honrado, luego la coronilla no da valer ninguno.

El que más trabaja es el que es menos vicioso, el que vive amorosamente con su mujer y sus hijos. Porque un hombre no es una bestia hecha para gozar, como el toro y el cerdo; sino una criatura de naturaleza superior, que si no cultiva la tierra, ama a su esposa, y educa a sus hijos, volverá a vivir indudablemente como el cerdo y como el toro.

Aunque tu seas un criminal, cuando tienes un hijo te haces bueno. Por él te arrepientes; por él sientes haber sido malo; por él te prometes a ti mismo seguir siendo honrado: ¿ no te acuerdas lo que sucedió en tu alma cuando tuviste el primer hijo? Estabas muy contento, entrabas y salías precipitadamente; temblabas por la vida de tu mujer; hablabas poco, porque no te han enseñado a hablar mucho y es necesario que aprendas; pero, te morías de alegría y de angustia. Y cuando lo viste salir vivo del seno de su madre, sentiste que se te llenaban de lágrimas los ojos, abrazaste a tu mujer, y te creíste por algunos instantes claro como un sol y fuerte como un mundo. Un hijo es el mejor premio que un hombre puede recibir sobre la tierra.

Dime , amigo, ¿ un cura puede querer a tu hijo más que tú ? ¿ Por qué lo ha de querer más que tú ? Si alguien ha de desearle bien al hijo de tu sangre y de tu amor ¿ quién se lo desearía mejor que tú ? ¿ Si el bautismo no quiere decir más que tu deseo de que tu hijo se parezca a Cristo, para esto has de exponerlo a una enfermedad, robándolo algunas horas a su madre, montar a caballo y llevarlo a que lo bendiga un hombre extraño ? Bendícelo tú, que lo harás mejor que él, puesto que lo quieres más que él. Dale un beso y abrázalo. Un beso fuerte: un abrazo fuerte. Y ese es el bautismo.

El cura dice también que te lo bautiza para que entre en el reino de los cielos. Pero él bautiza al recién nacido si le pagas dinero, o granos, o huevos, o animales: si no le pagas, si no le regalas, no te lo bautiza. De manera que ese reino de los cielos de que él te habla vale unos cuantos reales, o granos, o huevos, o palomas.

¿ Qué necesidad hay, ni qué interés puedes tú tener, en que tu hijo entre en un reino semejante ? ¿ Qué juicio debes de formar de un hombre que dice que te va a hacer un gran bien, que lo tiene a su mano, que sin él te condenas, que de él depende tu salvación, y por unas monedas de plata te niega ese inmenso beneficio ? ¿ No es ese hombre un malvado, un egoísta, un avaricioso ? ¿ Qué idea te haces de Dios, si fuera Dios de veras quien enviase semejantes mensajeros ?

Ese Dios que regatea, que vende la salvación, que manda las gentes al infierno si no le pagan, y si le pagan las manda al cielo, ese Dios es una especie de prestamista, de usurero, de tendero.


¡ No, a migo mío, hay otro Dios !

José Martí




Este es uno de los textos que José Martí dejó entre su papelería inédita. Quizá constituya la introducción para un libro que el autor no pudo escribir, dadas sus múltiples tareas. No se conoce la fecha de su escritura. Gonzalo de Quesada y Miranda ha sugerido la posibilidad de que corresponda al período de 1875-1878(La Última Hora, La Habana, número especial por el Año del centenario de Martí, 1953, p.39)


Tomo XIX pp. 379-383.




martes, 26 de febrero de 2008

Las Raíces (texto de Alberto Serret)

¿Puedes creer que el hombre echa raíces igual que las plantas? Pero no se ven porque están en el mismo estuche donde se guardan los sentimientos, el instinto de conservación, las ganas de comer ...

Cuando estas raíces no han podido aferrarse a un pedazo de tierra, el hombre siente que es como un meteorito en el espacio cósmico y sus piernas lo impulsan a un viaje sin objetivo, ya sea por los caminos o por la vida.

Por eso es tan importante amar ese pedazo de tierra en que uno nace, asirse a sus accidentes geográficos, a sus verdes y a su fauna que viene siendo un reflejo de nuestras necesidades esenciales.

¿No has oído hablar nunca de las migraciones y las emigraciones animales? Al principio, en la era prehistórica, el hombre llevaba una vida sin raíces, de aquí para allá en busca de condiciones favorables de supervivencia: abundancia de vegetación y caza, agua potable, sol... Tenía que escapar de los rigores del clima y a veces sus campamentos quedaban enmarcados entre límites fijos, escogidos así por miedo a la aventura, a lo desconocido. Ya en esos casos, el hombre comenzaba a echar raíces. Otras veces, en cambio, avanzaba en grupos apretados, guiados por el instinto como única razón de permanencia. Entre lo primero y lo segundo hallarás la diferencia entre migración y emigración, respectivamente.

Con el auxilio del fuego, el hombre pudo abandonar la vida nómada y emprendió la marcha hacia la civilización; supo de la casa y el jardín propio, del gobierno común y del intercambio, de la patria y su significado para el bienestar de los descendientes.Otras especies, incapacitadas para luchar contra el huracán o la helada, conservaron sus antiguas costumbres y desarrollaron el sentido de la orientación como método de defensa, un sentido que a veces el hombre sin raíces no posee.

Las distancias a recorrer por estos animales que migran o emigran dependen sobre todo de sus fuerzas, de su agilidad y tamaño. La emigración de los pulgones verdes facilitan a las hormigas un jugo dulce para ellas muy sabroso, va escasamente desde la rama de los árboles frutales hasta los tallos de las hierbas. Por su parte la golondrina del Ártico un pajarito blanco de bello y frágil aspecto, es famosa por la longitud de su viaje, que en ida y vuelta es muchas veces mayor que la circunferencia de nuestro planeta.

La migración de las aves fue hasta hace algún tiempo tema de innumerables leyendas y relatos fantásticos.

Existen teorías modernas que explican cómo la intensidad de la luz influye en la precisión conque las aves siguen, años tras años, el camino hacia la primavera y regresan luego al punto de partida, pero aún éstas no pasan de ser simples hipótesis.

La emigración puede considerase una terrible variante de la migración, porque casi siempre desemboca en la muerte... Me parece que el caso de los Lémings, mamíferos muy parecidos a las ratas de campo, de pelaje claro y cola corta, tiene singular interés. Viven en las montañas de Noruega, en una tranquila comunidad que nada altera, hasta que un buen día comienzan a multiplicarse con asombrosa rapidez. "Aumenta también el número de gavilanes -nos cuenta Herminio Almendros en su libro titulado Cosas curiosas de los animales-, lechuzas, martas y comadrejas que viven a la caza de los Lémings, y por fin llegan éstos a ser tantos que la vida allí se les hace imposible". Finalmente se lanzan montaña abajo en desesperada carrera.Millares de ellos se ahogan al cruzar los ríos y son devorados por las aves de rapiña que los sobre vuelan. "Hasta dos o tres años dura la emigración de los Lémings hacia el mar. Los que llegan a la costa siguen avanzando y se hunden en el agua, donde desaparecen para siempre, como en un fantástico suicidio colectivo".

¿Tu recuerdas la leyenda del Flautista de Hamelin, que encantó a las ratas y las hizo perecer lanzándolas al mar? ¿No encuentras una relación de semejanza con la suerte de estos animalitos?

En el libro de Almendros se halla este otro fragmento: "Hay en la isla Jamaica, lo mismo que en algunos lugares de las costas de Cuba, unos cangrejos que viven en las grietas de las rocas, no muy lejos del mar. Una vez al año, y siempre alrededor de la misma fecha, emprenden el camino hacia las playas para poner allí sus huevos. En esta corta excursión caminan siempre en línea recta; avanzan en enormes cantidades sin desviarse de la ruta más corta, salvando los accidentes del terreno, trepando por las paredes de las casa que encuentran en su camino, invadiendo las carreteras donde muchos de ellos son aplastados..., hasta que llegan a la orilla del mar ..."

Nadie puede explicarse aún con certeza de que índole es esa fuerza que impulsa a los animales hacia delante, en busca infatigable de nuevos horizontes, sembrando la tierra a su paso.

Sólo el hombre, racional hasta el fondo, sensible y ansioso de conocimientos hasta el fondo, es por contraste dueño y señor de sus impulsos, y sabe, sabe a dónde quiere ir, a dónde se dirige.


(Extraído del libro Escrito para Osmani (1987), Premio de la Crítica 1988).


Alberto Serret, nacido en Santiago de Cuba en 1947, y fallecido en Quito, Ecuador, a la edad de 53 años. He querido rendir homenaje a su memoria transcribiendo en este blog uno de los temas que aparecen en su libro antes nombrado, que bien puede ser calificado como un Clásico de la Literatura Infantil Cubana de todos los tiempos. Donde los niños además de disfrutar de una lectura instructiva, bella y dulce, pueden conocer al hombre desde una visión esencialmente humana, y nosotros los mayores dar Gracias a Alberto Serret por su existencia, y la importante obra literaria que realizó y lo sitúa dentro de los grandes en las Letras Cubanas, aunque en su país no haya sido valorada en toda su dimensión, y muy escasamente publicada.

viernes, 22 de febrero de 2008

El proceso de los siete anarquistas de Chicago, José Martí, Nueva York 2 de Septiembre de 1886.

Señor Director de La Nación:

Aquellos anarquistas que en la huelga de la primavera lanzaron sobre los policías de Chicago una bomba que mató a siete de ellos, y huyeron luego a casa donde fabrican sus aparatos mortíferos, a los túneles donde enseñan a sus afiliados a manejar las armas, y a untar de ácido prúsico, para que maten más seguramente, los puñales de hoja acanalada; aquellos que construyeron la bomba, que convocaron a los trabajadores a las armas, que llevaron cargado el proyectil a la junta pública, que exitaron a la matanza y el saqueo, que acercaron el fósforo encendido a la mecha de la bomba, que la arrojaron con sus manos sobre los policías, y sacaron luego a la ventana de su imprenta una bandera roja, aquellos siete alemanes, meras bocas por donde ha venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos europeos en la gente obrera; aquellos míseros, incapaces de llevar sobre su razón floja el peso peligroso y enorme de la justicia, que en sus horas de ira enciende siempre a la vez, según la fuerza de las ramas en que arraiga, apóstoles y criminales; aquellos han sido condenados, en Chicago, a muerte en la horca.

Tres de ellos ni entendían siquiera la lengua en que los condenaban. El que hizo la bomba, no llevaba más que unos nueve meses de pisar esta tierra que quería ver en ruinas.

Uno solo de los siete, casado con una mulata que no llora, es norteamericano, y hermano de un general de ejército: los demás han traído de Alemania cargado el pecho de odio.

Desde que llegaron, se pusieron a preparar la manera mejor de destruir. Reunían pequeñas sumas de dinero; alquilaban casas para hacer experimentos; rellenaban de fulmicoton trozos pequeños de cañerías de gas: iban de noche con sus novias y mujeres por los lugares abandonados de la costa a ver cómo volaban los cascos de barco; imprimían libros en que se enseña la manera fácil de hacer en la casa propia los proyectiles de matar: se atraían con sus discursos ardientes la voluntad de los miembros más malignos, adoloridos y obtusos de los gremios de los trabajadores: "pudrían -dice el abogado- como el vómito del buitre, todo aquello a que alcanzaba su sombra".

Aconsejaban los bárbaros remedios imaginados en los países donde los que padecen no tienen palabra ni voto, aquí, donde el más infeliz tiene en la boca la palabra libre que denuncia la maldad, y en la mano el voto que hace la ley que ha de volcarla: al favor de su lengua extranjera, y de las leyes mismas que desatendían ciegamente, llegaron a tener masas de afiliados en las ciudades que emplean mucha gente alemana: en Nueva York, en Milwaukee, en Chicago.

En libros, diarios y juntas adelantaban en organización armada y predicaban una guerra de incendio y de exterminio contra la riqueza y los que la poseen y defienden, contra las leyes y los que las mantienen en vigor. Se les dejaba hablar, aun cuando hay leyes que lo estorban, para que no pudieran prosperar so color de martiriro, ideas de cuna extraña, nacidas de una presión que aquí no existe en la forma violenta y agresiva que del otro lado del mar las ha engendrado.

Prendieron estas ideas lóbregas en los espírutus menos racionales y más dispuestos por su naturaleza a la destrucción; y cuando al fin, como enseña de este fuego subterráneo, saltó encendida por el aire la bomba de Chicago, se vio que la clemencia equivocada había permitido el desarrollo de una cría de asesinos.

Todo esto se ha probado en el proceso. Ellos que, salvo el norteamericano, tiemblan hoy, pálidos como la cal, de ver cerca la muerte, manejan en calma los instrumentos más alevosos que han sugerido nunca al hombre la justicia o la venganza.

No fue que rechazasen en una hora de ira el ataque violento de la policía armada: fue que, de meses atrás, tenían fábricas de bombas, y andaban con ellas en los bolsillos "en espera del buen momento", y atisbaban el paso a los grupos de huelguistas para enardecerles con sus discursos la sangre, y tenían concertado un alzamiento en que se echasen sobre la ciudad de Chicago a una hora fija las carretadas de bombas ocultas en las casas y escondites donde los mismos, que ayudaron a hacerlas las descubrieron la policía.

No embellece esta vez una idea el crimen.

Sua artículos y discursos no tienen aquel calor de humanidad que revela a los apóstoles cansados, a las víctimas que ya no pueden con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal la echan por tierra, a los espíritus de amor activo nacidos fatalmente para sentir en sus mejillas la vergüenza humana, y verter su sangre por aliviarla sin miramiento del bien propio.

No: todas las grandes ideas de reforma se condesan en apóstoles y se petrifican en crímenes, según en su llameante curso prendan en almas de amor o en almas destructivas. Andan por la vida las dos fuerzas, lo mismo en el seno de los hombres que en el de la atmósfera y en el de la tierra. Unos están empeñados en edificar y levantar: otros nacen para abatir y destruir. Las corrientes de los tiempos dan a la vez sobre unos y otros; y así sucede que las mismas ideas que en lo que tienen de razón se llevan toda la voluntad por su justicia, engendran en las almas dañinas o confusas, con lo que tienen de pasión estados de odio que se enajenan la voluntad por su violencia.

Así se explica que los trabajadores mismos temblaron al ver qué delitos se criaban a su sombra; y como de vestidos de llamas se desasieron de esta mala compañía, y protestaron ante la nación que ni los más adelantados socialistas protegían ni excusaban el asesinato y el incendio a ciegas como modos de conquistar un derecho que no puede ser saludable ni fructífero si se logra por medio del crímen, innecesario en un país de república, donde puede lograrse sin sangre por medio de la ley.

Así se explica cómo hoy mismo, cuando los diarios fijaron en sus tablillas de anuncio el veredicto del jurado, no se oía una sola protesta entre los que se acercaban ansiosamente a leer la noticia.

¡Ay! ¡aquí los corazones no son generalmente sensibles! ¡aquí no hace temblar la idea de un hombre muerto por el verdugo a mano fría! ¡aquí se habitúa el alma al egoísmo y la dureza! pero se suele ver, como en los días de la agonía de Garfield, el corazón público, -se suele sentir, como en los días del abolicionista Wendell Phillips, la pujanza con que se revela la conciencia nacional contra la injusticia o el crimen,- se ve crecer en un instante, como en los días de las huelgas de carros, la ira de la clase obrera cuando se cree injuriada en su decoro o su derecho.

Y esta vez, ni un solo gremio de trabajadores en toda la nación ha mostrado simpatía, ni cuando el proceso, ni cuando el veredicto, con los que mueren por delitos cometidos en su nombre.

Y es porque esos míseros, dándose a sí propios como excusa de su necesidad de destrucción las agonías de la gente pobre, no pertenecen directamente a ella, ni están por ella autorizasos, ni trabajan en construir, como trabaja ella; sino que son hombres de espíritu enfermizo o maleado por el odio, empujados unos por el apetito de arrasar que se abre paso con pretexto público en todas las conmociones populares, pervertidos otros por el ansia dañida de la notoriedad o provechos fáciles de alcanzar en las revueltas,-y otros, ¡los menos culpables, los más desdichados!, endurecidos, condensados en crimen, por la herencia acumulada del trabajo cervil y la cólera sorda de las generaciones esclavas.

Aquí, a favor de la gran libertad legal, de lo fácil del escape en esta población enorme, de la indulgencia que envalentonó la propaganda anarquista, se reunieron naturalmente para su obra de exterminio esos elementos fieros de todo sacudiemiento público: los fanáticos, los destructores y los charlatanes. Los ignorantes los siguieron. Los trabajadores cultos se retrajeron de ellos con abominación. Los obreros norteamericanos miraron como extraños a esos medios y hombres nacidos en países cuya organización despótica da mayor gravedad y color distinto a los mismos males que aquí los hábitos de libertad hacen llevaderos.
El silencio amparó la obra siniestra.
Y cuando llegaron para Chicago las horas de inquietud que en su justa revuelta por su mejoramiento está causando en todo el país la gente obrera, saltaron a su cabeza los hombres tenebrosos, vociferando, ondeando pañuelos rojos, azuzando a los desesperados, echando al aire la bomba encendida.
Saltaron en pedazos los hombres rotos: murieron miembro a miembro desesperados en los hospitales: repudió toda la gente de trabajo a los que a sangre fría mataban en su nombre. Y hoy, cuando se anuncia el veredicto que los condena a muerte, se siente que en esta masa de millones hay todavía rincones vivos donde se hacen bombas, se reúnen en Nueva York dos mil alemanes a condolerse de los sentenciados, se sabe que no han cesado en Chicago, ni en Milwaukee, ni en Nueva York los trabajos bárbaros de estos vengadores ciegos; pero las grandes masas no han alzado la mano contra el veredicto, ni el curioso indiferente que se acerca hoy a las tablillas de los diarios hubiera podido oír a un solo trabajador ni comerciante, ni una palabra de condenación o de ira contra el acuerdo del jurado.
Porque entre otras cosas, los peligros mismos que, a la raíz del proceso, corría el jurado, venían siendo garantía de que él no daría veredicto de muerte contra los anarquistas, a tener la menor posibilidad de evitarse así una inquietud para la conciencia y un riesgo para sus vidas. Si la evidencia no era absoluta, el jurado se aprovecharía de ello para no incurrir en la ira de los anarquistas.
Ya se sabe que el jurado aquí, como en todas partes, no es como los jueces, que viven de la justicia y pueden afrontar los peligros que les vengan de ejercerla con protección y paga del orden social que los necesita para su mantenimiento.
Estos doce jurados, traídos muy contra su voluntad a juzgar a los jefes de una asociación numerosa de hombres que creen glorioso el crimen, y criminales a todos los que se oponen, habían de temer con razón que los anrquistas enfurecidos por la sentencia de sus jefes, llevasen a cabo las amenazas que esparcían abundantemente, mientras se estaba eligiendo el jurado.
Treinta y seis días tardó el jurado en formarse. Novecientos ochenta y un jurado hubo que examinar para poder reunir doce.
Reunidos al fin, siguió por todo un mes la sombría vista.
De noche reposaban los jurados en sus cuartos en el hotel, vigilados por los alguaciles que debían librarles de toda comunicación o amenaza: deliberaban: comentaban los sucesos del día: iban concentrando el juicio: se distraín tocando piano, banjo y violín. De día eran las sorpresas.
Ya era el norteamericano Parsons, a quien la policía no podía hallar, y se presentó de súbito en la sala del proceso, desaseado, barbón, duro, arrogante: ya era que iban perdiendo su seguridad aparente los presos, conforme el fiscal público presentaba en el banquillo como testigos a los cómplices mismos de los anarquistas, al regente de la impenta del periódico que incitaba a la matanza, al dueño de la casa donde el recién llegado alemán hacía las bombas.
Una joven repartía un día a los presos ramilletes de flores encarnadas. La madre del periodista Spies oía día a día las declaraciones contra su hijo. El fiscal presentó en su propia mano una bomba cargada, de las que se hallaron en un escondite, fabricadas por uno de los presos, con ayuda del cómplice que lo denunciaba desde el banquillo.
Cada día se veían crecer las alas de la muerte, y se sentían más aquellos infelices bajo su sombra.
Todo se fue probando: la premeditación, la manufactura de los proyectiles, la conspiración, las excitaciones al incendio y el asesinato, la publicción de claves en el diario con este fin, el tono criminal de los discursos en la junta de Haymarket, la preparación y lanzamiento de la bomba desde la carreta de los oradores.
Estaba entre los preso el que la había hecho, ésa y cien más.
Los restos de la bomba eran iguales a los que los cómplices de los presos entregaron en la policía, y a las que tenía el periodista en su imprenta y enseñaba como hazaña.
Los testigos de la defensa se contradijeron y dejaron en pie la acusación. Los testigos de la acusación eran amigos, compañeros, empleados, cómplices de los presos.
Sin miedo hablaron el fiscal y su abogado. Sin fortuna ni solidez hablaron los defensores. El juez dijo al jurado en sus indicaciones que el que incita a cometer un delito y a preparlo es tan culpable de él como el que lo comete.
Anonadaba tanta prueba. Estremecía lo que se había oído y visto. Trascendía al tribunal el espanto público.
El jurado deliberó poco, y a la mañana siguiente los presos fueron llamados a oír el veredicto.
¡Pobres mujeres! La viejecita Spies, la madre del periodista, estaba en un rincón, mirando como quien no quiere ver. Allí su hermana joven. Allí la novia lozana de uno de los presos. Allí la mujer de Schwab, desdichada y seca criatura, el cuerpo como roído, de rostro térreo y manos angulosas, extraña en el vestir, los ojos vagos y ansiosos, como de quien viviese en compañía de un duende: Schwab es así: desgarbado, repulsivo, de funesta apariencia; la mirada caída bajo los espejuelos, la barba silvestre, el pelo en rebeldía, la frente no sin luz, el conjunto como de criatura subterránea.
Allí la mulata de Parsons, implacable e inteligente como él que no pestañea en los mayores aprietos, que habla con feroz energía en las juntas públicas, que no se desmaya como las demás, que no mueve un músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera. Los noticieros de los diarios se le acercan, más para tener qué decir que para consolarla. Ella aprieta el rostro contra su puño cerrado.
No mira; no responde; se le nota en el puño un temblor creciente; se pone en pie de súbito, aparta con ademán a los que la rodean, y va a hablar de la apelación con su cuñado.
La viejecita ha caído en tierra. A la novia infeliz se la llevan en brazos. Parson se entretenía mientras leían el veredicto en imitar con los cordones de una cortina que tenía cerca el nudo de la horca, y en echarlo por fuera de la ventana, para que lo viese la muchedumbre de la plaza.
En la plaza, llena desde el alba de tantos policías como concurrentes, hubo gran conmoción cuando se vio salir al tribunal, como si fuera montado en un relámpago, al cronista de un diario,-el primero de todos. Volaba. Pedía por merced que no lo detuviesen. Saltó al carruaje que lo estaba esperando.
- "¿ Cuál es, cuál es el veredicto ?"-voceaban por todas partes.-"¡Culpables!"-dijo, ya en marcha. Un hurra, ¡triste hurra!, llenó la plaza. Y cuando salió el juez, lo saludaron.


Publicado en La Nación, Buenos Aires, 21 de octubre de 1886.
Tomo XI pp. 53-61